Vacaciones de verano
Los veranos de la infancia son siempre maravillosos,
mucho tiempo libre y nula responsabilidad. La mayor parte de ellos los
pasábamos en la piscina del club social de la empresa donde trabajaba mi padre y si hacíamos algún curso de verano, era de actividades lúdicas.
Casi cada tarde, allí nos llevaba mi madre a mi hermana y a mí. Eran otros
tiempos y a los dermatólogos ni se les escuchaba, así que pasábamos horas y
horas a la intemperie, sin importarnos la radiación solar. Cada verano yo me
pelaba y lo encontrábamos tan natural, también las lagartijas mudan la piel de
vez en cuando, así que en los humanos, eso debía ser también lo razonable.
Soy el hombre lagartija, cambio de piel cada agosto
Creo que fue el verano en que cumplí 4 años cuando
decidieron apuntarme a un curso de natación. A mí me gustaba, y me sigue gustando
mucho el agua, pero de chavalín, solo donde hacia pie.
Recuerdo que las clases
“teóricas” las llevaba bien. Consistían simplemente en agarrarse al borde de la
piscina y batir los pies con fuerza, o en bracear mientras estabas sujeto por
un flotador de esos de poliespán con forma de huevo atado a la espalda. Todo
ello en la piscina de “los niños”, donde si te cansabas, podías ir andando
porque cubría menos de 1 metro.
Al acabar el curso llegaba el “examen final”, que
consistía en atravesar la piscina olímpica.
Para dar facilidades, creo que se
podía hacer agarrado a una especie de salvavidas de plástico. Cuando llegó mi
turno en la cola, me subí al borde de la piscina, miré hacia abajo y vi que
había 5 o 6 metros de profundidad y que el otro extremo me parecía más lejano
que a Colón el Nuevo Mundo.
Madre mía...el borde de la piscina se pierde en el horizonte.
El salvavidas era en forma de “h” de patas
cilíndricas y lo encontré demasiado resbaladizo como para que mi flotabilidad
dependiera de aquello.
Supongo, que a fuerza de unos buenos pucheros y que lloraría
a pleno pulmón, conseguí que mi madre dejara de animarme a que me zambullera, asumió que había tirado el
dinero del curso y me llevó con ella a tierra firme. Pero no todo fue en vano, un día, por mi cuenta, me solté y desde entonces paso
tanto tiempo en el agua, que ahora soy casi anfibio.
Solsticio de verano..prepara las maletas
Solsticio de verano..prepara las maletas
El mes de vacaciones de mi padre nos marchábamos a
Gijón con mis abuelos maternos. Recuerdo que por aquél entonces no existía
túnel con la meseta y había que subir el puerto de Pajares, una auténtica
prueba de fuego para los Renaults 4 que teníamos, el conocido como 4 latas.
Hoy
en día, que me parece insoportable si se estropea el climatizador, no puedo
imaginar cómo sería aquello, donde para refrescarte, sólo podías abrir las
ventanillas o unas trampillas que tenía debajo del parabrisas. Y es que
entonces, el viaje era parte de la aventura.
¡Subir Pajares con un 4L!... tú si que eres un aventurero
Mi madre, siempre precavida, le daba a todo un sentido
didáctico, así que para que no nos perdiéramos en la enorme playa de San Lorenzo,
nos enseñó las banderas que ondeaban en el paseo marítimo y nos decía la que
teníamos que buscar: “recordad que hoy estamos debajo de la de …” y así ya
sabíamos acotar la búsqueda de nuestra familia, porque por esa épocas apenas
había 2 ó 3 modelos de sombrillas.
Aunque todo sea dicho, sólo aprendí las de
unos 5 países, porque bajando siempre por la misma escalera, mucho no nos
podíamos alejar.
Algunas tardes mi padre se empeñaba en llevarme a
pescar al río. Eran otros tiempos y se podía pescar donde y cuando se quisiera.
A mí me parecía muy aburrido y como se me iba el santo al cielo, ante la
desesperación de mi progenitor, estaba más pendiente de la gente que pasaba que
de ver si se tensaba el sedal.
Incluso recuerdo que cuando me dejaba lanzar el
anzuelo, era más probable que se enganchara en unas ramas cercanas o en mis
pantalones a que cayera en medio del río. Ante lo aburrido de aquello y la
intranquilidad de imaginar el anzuelo clavado en mi culo, le dije a mi padre
que casi prefería dejar de hacer “cosas de hombres”, e irme a la playa con las
mujeres.
Esto de la "cosas de hombres"... como que no son muy divertidas
De vuelta de la playa
al apartamento, había un bar que tenía una máquina expendedora de tabaco
en la fachada. Por mi altura, la mirada me llegaba justo a la ranura del cambio
y recuerdo con especial ilusión, el día que me encontré olvidada la enorme
fortuna de 8 pesetas, que invertí sabiamente en el quiosco cercano.
Ya no había
día que no pasara que no mirara a ver si también había suerte. Los veranos
siguientes, seguía mirando, aunque como iba creciendo ya me tocaba agacharme.
Durante mi infancia y adolescencia también fue muy
normal que me enviaran a algún campamento, pero eso ya lo dejaremos para el
siguiente capítulo.