Las piedras mágicas

 

Un cuento oriental, las piedras mágicas

 

 


Cuando entré al servicio de mi santón las multitudes peregrinaban a la aldea donde residía. Cada mañana se sentaba plácidamente sobre un montículo a las afueras y sus seguidores paraban para escuchar sus enseñanzas.

Además de su sabiduría obsequiaba a todos los peregrinos con piedras mágicas que les traerían fortuna. Cada uno de ellos debía coger una de aquel mismo campo. Los había que se conformaban con una pequeña china, otros elegían una más grande y los más avariciosos escogían pedruscos que apenas podían cargar, porque se rumoreaba que dependiendo del tamaño así sería la fortuna de su portador.

Muchos se pasaban horas rebuscando entre los hierbajos tratando de encontrar el pedrusco más hermoso que existiera. Unos seleccionaban una piedra blanca, otros la extraña piedra verde, aunque bastantes más se conformaban con una de cualquier color y forma.

Cuento oriental con piedras mágicas

Mi maestro posaba las manos sobre cada una de ellas y pronunciaba unas palabras en una lengua que nadie entendía, era un extraño dialecto que solo conocían unos pocos hombres sabios.

Con aquel ritual, el pedrusco adquiría propiedades mágicas y se convertía en la más preciada de las posesiones de cada uno de aquellos hombres. Todos ellos la guardaban con mayor celo que con el que custodiaban sus propias monedas, a fin de cuentas, era una piedra mágica que valía mucho más que todo lo que poseían.

Cada uno de los fieles debía llevar su piedra mágica a las montañas sagradas en una peregrinación de más de 1 año. Una vez la depositara allí, la fortuna vendría a buscarle en la forma en la que la estuviera persiguiendo.

Los que pretendían tener descendencia pronto verían como sus esposas se quedaban en cinta. Los que pidieron cosechas más abundantes contemplarían crecer sus campos floridos y los que ansiaban oro y riquezas las encontrarían por arte de magia.

A cambio de un presente tan valioso muchos peregrinos intentaban pagar a mi maestro. Unos con monedas, otros con una cesta de dátiles o incluso con algún cordero. Algunos ofrecían lujosos brocados y los más humildes sus raídas vestiduras. En todos los casos mi maestro rechazó las dádivas.

Filosofía oriental… o picaresca

Yo nunca comprendí por qué no aceptaba pago alguno por aquel regalo, sobre todo porque nosotros vivíamos de la caridad del terrateniente de la aldea y, si aquel hombre se cansaba de su generosidad, nos quedaríamos sin nada. No me atreví a preguntárselo hasta muchos años más tarde.

Maestro, ¿por qué nunca aceptaste pago a cambio de bendecir aquellas piedras sagradas? 

—¿Pasaste frío, hambre o tuviste que dormir al raso en alguna ocasión? —respondió con serenidad.

—No mi señor, nunca me falto de nada.

—La ropa, el cuenco de comida y el catre donde descansamos fueron el pago que nos hizo el dueño de aquel pedregal en el que pretendía cultivar.

 

Entonces descubrí que mi maestro, además de un hombre santo era también sabio. Con todos los conocimientos que adquirí a su servicio, fundé una ONG.

 

P.D.1: este cuento, que bien se lo podría haber relatado un mercader de Samarcanda al mismísimo Marco Polo en su transcurrir por la ruta de la seda, se me ocurrió plantando un pino (en sentido literal) en mi jardín. Ya ves que la filosofía oriental puede brotar en cualquier sitio.

 

P.D. 2: contacta conmigo en la sección de comentarios si quieres una piedra mágica ¡tengo muchas! Solo tendrás que pagar los portes.

 

P.D.3: y por si quieres leer otro cuento también de hombres sabios.

 


 
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